Pío Baroja
publicó este artículo en el Diario de
Navarra el 1 de septiembre de 1936. Lo cita el ABC del 24 de junio de 1939, lo que no es que sea mucha garantía,
pero le daremos el beneficio de la duda. (Mantengo la puntuación y alguna otra
pequeña irregularidad del original).
UNA EXPLICACIÓN
Yo no sé si en este
momento en que en España no se oye más que el estampido de los cañones y el
crepitar de los fusiles y ametralladoras, vale la pena de [sic] que un escritor dé una explicación de sus
ideas, que veo que se comentan por ahí sin exactitud.
Yo no soy un escritor
sistemático. Mi pensamiento ha sido siempre el intentar ver en lo que es.
Meses antes del
advenimiento de la República, a mí me asombraba el que la mayoría de los
escritores y profesores de Madrid, Ortega y Gasset, Unamuno, Azorín, Marañón,
no vieran que detrás de la República tenía que venir un intento de revolución
social y de comunismo, en parte dirigido por los judíos de Moscú.
A mí me parecía un
hecho casi matemático. Yo muchas veces dije a los amigos:
--Si la república
burguesa viene, o tendrá que ametrallar a la gente de la calle, o tendrá que
pactar con ella.
A todos los que decía
esto, me achacaban de [sic] pesimista
o de reaccionario.
Tanto lo creí así, que
el día que se marchó el rey, estuve en la redacción de Ahora con un amigo para saber noticias, y los redactores
me dijeron:
--Baroja, estamos de
enhorabuena. Ya tenemos la república.
Yo no creía que
estábamos de enhorabuena, y se lo dije al director:
--Yo pienso lo
contrario de ustedes, le indiqué. Supongo que la República va a ser un
desastre, pero como no me parece bien, dimito porque no puedo engañar. Voy a
dejar de escribir en el periódico. Así lo hice durante un tiempo.
Al comienzo, Marcelino
Domingo, este maestro de escuela pedante, aseguró que iban a imitar a Thiers y
a constituir una república conservadora, como Francia después de la guerra del
70. Ni ellos mismos saben lo que han hecho después. Han ido solamente
arrastrados por las aguas del río, sin saber a dónde.
Primero había que
hacer Cortes Constituyentes. Todos los políticos ansiaban que llegara el
momento de brillar, de mostrar su arte de histriones. La gran batalla oratoria
terminó con una Constitución ridícula, la número 13 de España. De esa Constitución
no se pudo llevar a la práctica absolutamente nada.
La cuestión era
lucirse, charlar con luz y taquígrafos, según la medicina de don Antonio Maura.
El parlamentarismo no
ha demostrado más, sino que es un buen medio para los arribistas, para los
ambiciosos que van a hacer su carrera.
Con la gran batalla
política y parlamentaria, vino lo que se llamó el enchufe y vimos a ministros,
a subsecretarios y a diputados echándoselas de conquistadores en automóviles
charolados, con cupletistas y camareras en restaurantes y cabarets, en una cachupinada continua.
Estos Petronios de
escalera de servicio no veían el interés del país sino el éxito, y para obtener
el éxito ante el público, cualquier cosa puede venir bien. En España se dice,
cuando en las corridas hay muertos y heridos, que hay hule. En un ambiente de
sensacionalismo así, es imposible que se haga nada serio. Se dicen las cosas
más absurdas. Así un concejal socialista de Madrid ha asegurado que la
prehistoria es una ciencia reaccionaria. Lo mismo ha podido decir que la
geografía es comunista.
Toda esta algarada
parlamentaria la ha jaleado la Prensa, porque para ella las reseñas de los
escándalos del Congreso son un ingreso que ocasiona poco gasto.
Después del primer
bienio, tuvimos el segundo tan malo como el primero. Fue la lucha entre el león
y la serpiente. El león Lerroux y la serpiente Azaña. ¡Qué león! El león era un
viejo tonto, vacuo, con unos cuantos lugares comunes en el cerebro. La
serpiente, un ateneísta pedantesco, que manejaba unos cuantos tópicos manidos
de literatura francesa.
El león acabó como un
presidente de un casino de jugadores de ventaja, en un asunto de tahúres, con
un reloj que le regaló un judío holandés y una promesa de unas pesetas que no
se las dieron.
La serpiente hizo su
nido en el Palacio Real y pensó cambiar las decoraciones, para él poco lujosas,
y ser algo como el Rey Sol de la República. ¡Pobre gente! Y todo ha estado a la
misma altura. El pueblo se ha sentido mixtificado tomando como reales unas
bambalinas de cartón.
Las oficinas de la
Reforma agraria tenían trescientos o cuatrocientos empleados con sueldo, y para
todos ellos, para recorrer España y estudiarla en el terreno, un automóvil
Ford. Marcelino Domingo no iba nunca a las sesiones de la Reforma agraria, a la
que tenía tanto cariño en público. Quizá tenía que escribir sus magníficos
dramas en el ministerio.
Toda esta decoración
falsa, toda esta mentira que, si no la ha engendrado la República, le ha dado
una vida, hace que la gente, creyéndola una gran cosa, se lance a matar y a
morir.
El talento de Azaña y
el sentido jurídico de Sánchez Román y la democracia del adiposo judaico
Ossorio y Gallardo, que era gobernador de Barcelona cuando se fusilaba obreros,
y la austeridad de Largo Caballero, consejero de Estado de R. O. cuando la
Dictadura, el republicanismo de Alcalá Zamora, que fue monárquico, y el de
Maura, que también lo fue, y el comunismo de Valle-Inclán, que fue carlista;
toda esta serie de bolas recalentadas por una Prensa de gente mediocre, forma
como absceso y tiene valor para mucha gente del pueblo, que cree que defiende
con eso la civilización y el porvenir de España.
Este tumor o este
absceso, formado por mentiras, es de desear que lo saje cuanto antes la espada
de un militar.